martes, 24 de febrero de 2015

Pérez Galdós y el Carnaval de 1865

Un jovencísimo Benito Pérez Galdós escribe un artículo costumbrista en el diario progresista La Nación donde hace referencia al Carnaval y los bailes de máscaras celebrados en Madrid en 1865.

La Nación había sido fundado el 2 de mayo de 1864 y Galdós comienza a colaborar en él, por mediación del periodista Ricardo Molina, el 3 de febrero de 1865.  Lo hace como crítico de música en la columna "Revista musical"; más tarde, a partir del 23 de febrero, como cronista de la realidad y actualidad  del Madrid y la sociedad madrileña del Siglo XIX, en las columnas "Revista de la semana" y "Revista de Madrid". Estos artículos costumbristas, que se extenderán hasta el 13 de febrero de 1868, tendrán una notable influencia en sus novelas de la Primera Época. (La Fontana de Oro; La Sombra; El Audaz; Doña Perfecta; Gloria; Marianela; La familia de León Roch)

Por un momento avanzamos hasta el año 1865 en los capítulos de Galdós en el Siglo XIX, para revivir el Carnaval de aquel año.
Recordamos a nuestros lectores los capítulos ya publicados de esta serie con sus correspondientes enlaces:
Capítulo I (1860) - Capítulo II (1861) - Capítulo III (1862) - Capítulo IV (1863) Parte 1


Carnaval de 1865
"Hay en el año, ó mejor dicho cada año tiene señalada una época en que la humanidad se entrega á los placeres con una insistencia, con una locura, que casi se diría que es la última vez de su vida en que pueda divertirse y solazarse. En esta época, esperada con ansia por los jóvenes, buscada con curiosidad en los almanaques por los viejos, parece que se trata de disfrutar de todos los más goces posibles, como si al cabo de tres días la inflexible Parca, debiera cortar el hilo de nuestra existencia. Parece que no nos queda tiempo para que nuestra alma y nuestro cuerpo saboreen todas las diversiones, abarquen todos los anhelos hasta allí esperados; como si en lontananza viésemos algún bien apetecido y camináramos afanosamente en su busca, siempre en balde.Florencio Janer [1]

Hace casi 150 años, el 4 de marzo de 1865, poco antes de cumplir veintidós años, Galdós escribirá un texto dedicado al Carnaval madrileño en la columna "Revista de la semana" de La Nación.
El joven Benito ya se conoce todos los rincones de Madrid y viene observando los usos y costumbres de las clases sociales madrileñas desde su llegada a la Corte. Su hábil pluma comienza a retratar todo lo que ve con trazos críticos y punzantes, pero no exentos de humor.

En "Carnaval" arremete contra la tontería y ridiculez humana, dejando para la posteridad un detallado relato de cómo celebraba Madrid las Carnestolendas. Más allá del interés histórico que para nosotros representa, el artículo es una feroz crítica a la falsa e hipócrita sociedad decimonónica.
Finaliza la crónica con una breve reseña sobre los bailes de máscaras, donde menciona, por ejemplo, los organizados en el Teatro Real o el Salón de Capellanes.



Así fue el Carnaval
Comenzó la Quincuagésima el 27 de febrero (domingo de Carnaval), con un clima primaveral que se extendió hasta el 1º de marzo, miércoles de Ceniza. El inicio de la Cuaresma coincidió con el regreso del frío. Durante aquellos tres días de celebración se permitió ir disfrazado por las calles, pero solo hasta el anochecer.

La alcaldía corregimiento, dirigida por el conde de Balascoain, se había empeñado aquellos días en quitar los adjetivos de estrecha y ancha a las calles de Peligros y San Bernardo. El escritor León Galindo y de Vera criticó esa decisión en un artículo de El Museo Universal, publicado el día que comenzó el Carnaval:
"Yo no sé que habrán hecho los adjetivos mencionados para concitar las iras de la municipalidad; pero lo cierto es, que los ha concitado, y que, francamente, me parece ridículo, y ocasionado a litigios, este prurito de mudar y modificar los nombres de las vías públicas. Porque desaparezca el adjetivo, ni la calle de Peligros será más ancha, ni la de San Bernardo más estrecha, ni el público perderá la costumbre de adjetivarlas, si así se le antoja."

En el Teatro o Coliseo de Jovellanos -que era el nombre que se le daba al Teatro de la Zarzuela-, desde finales de enero se venían celebrando bailes de máscaras.
En el Teatro Real -también llamado de Oriente- los bailes se celebraron el domingo y martes de Carnaval, y el domingo de Piñata. El precio de abono para los tres bailes era de entre 200 y 600 reales para los palcos, y entre 160 y 440 para las plateas.

El miércoles 1º de febrero, a las nueve de la noche, comenzaron los bailes en los Campos Elíseos. Se habían instalado carruajes en la Puerta del Sol para conducir gratis a los abonados.
Una orquesta compuesta por cien músicos, y bandas de tambores y cornetas, amenizaron la fiesta carnavalesca que se extendió hasta la madrugada. El famoso coliseo de Rossini mostraba un pintoresco aspecto, decorado con farolillos, banderas, guirnaldas y estandartes de colores.



También se celebraron unos cuantos bailes en salones aristocráticos como, por ejemplo, los de Fernan Nuñez, los señores de Weisweiller, la duquesa de Montijo (madre de la emperatriz Eugenia), los marqueses de Puente y de Sotomayor, entre otros.
Hubo chocolate en la casa de los condes de Toreno y té en la de los condes de Carlet.

Como casi siempre, destacaron las fiestas celebradas en el palacio de la duquesa de Medinaceli; la de aquel Carnaval fue apoteósica. La propia duquesa, acompañada de otras damas y caballeros aristócratas, interpretaron la comedia en tres actos "Perder y cobrar el cetro", traducida por D. Ventura de la Vega.

Hubo gran animación en la Fuente Castellana, Salón del Prado y Recoletos, lo que proporcionó un alivio de bullanga a las calles del centro. Miles de máscaras transitaron por aquellos parajes luciendo sus elegantes y/o ridículos disfraces, y haciendo bromas carnavalescas. Comparsas, murgas, bulliciosas estudiantinas y todo pollo dispuesto a divertirse, poblaron aquellas zonas de recreo.
Incluso el domingo y el lunes se pasearon Isabel II y su marido por la Castellana en carruaje abierto y sin escolta.

Los negocios de las principales calles mostraban sus escaparates atestados de máscaras venecianas y parisienses, caretas grotescas, disfraces extravagantes y complementos carnavalescos. También se vendían partituras para amenizar con música marchosa los bailes particulares.





Para hacernos una idea del movimiento que había en Madrid esos días de Carnaval, basta decir que solo en una tarde habían pasado por la calle de Alcalá, frente a Cibeles, 1.876 carruajes. Y es que la Alcaldía Corregimiento había establecido que la circulación del centro hasta el Prado se hiciese únicamente por la calle de Alcalá.



Finalizaron los días de jolgorio con el tradicional entierro de la sardina, celebrado en la pradera del canal. En 1865 la autoridad consintió realizar el pagano ritual, después de haber sido prohibido en años anteriores.
Para los más conservadores era de poco agrado ver como el Carnaval se juntaba con la Cuaresma y casi la sobrepasaba. Vamos, que entendía era una profanación celebrar el entierro en miércoles de Ceniza.
"Lo que verdaderamente nos ha sorprendido; lo que nos sorprende cada vez mas; lo que no hemos podido esplicarnos todavia ni nos lo esplicaremos nunca, es que la última página del Carnaval haya venido á juntarse con la primera página de la Cuaresma, ó mejor dicho, que el Carnaval haya podido ser Carnaval en el mismo miércoles de ceniza.
El miércoles de ceniza convertido en cuarto dia de Carnaval, es una profanación.
Pero en fin el Carnaval ha muerto, y los jocosos funerales que se llaman el Entierro de la Sardina se han verificado con poca animación.
Hé aqui como ha pintado un amigo nuestro la muerte del Carnaval.


¡Carnaval del alma mia!
!Nunca lo podré olvidar!...
Ved lo que el mundo decia
Viendo el féretro pasar.
Un cura: El ayuno empieza
Que la cuaresma está encima.
Un profano: ¡Qué pereza!
La cuaresma desanima.
Un filósofo: ¡Locura!
Un poeta: Se gozó.
Una niña: !Poco dura!
Una madre: Me aburrió.
Un beata: Canten los buenos.
Un jóven: Ya volverás.
Yo: Algunos cuartos de menos.
Un viejo: Un año de mas.
A. F. Grilo
[2]"

Como veremos a continuación, Galdós menta en su artículo costumbrista a los maestros Goya y Velázquez, que de no haber existido -dice- "los hermosos tipos que caracterizan nuestra nacionalidad no serían conocidos en estos tiempos en que rige la calamitosa dictadura del frac."

Buen pretexto para finalizar este apartado con "El entierro de la sardina", de Francisco de Goya, otro gran crítico de la sociedad española de su tiempo.


Sobre El Entierro de la Sardina
Entre 1982 y 1984 y entre los meses de febrero y octubre de 1988, TVE emite el programa "Mirar un cuadro", serie dirigida por Alfredo Castellón. 
Del archivo de RTVE ofrecemos el capítulo emitido el 24 de octubre de 1988, "Mirar un cuadro - El entierro de la sardina (Goya)"



"Ya acabó la alegría,
mañana al despertar... será otro día."

"Croquis de una familia
que á comer se prepara de vigilia."




El Carnaval contado por Galdós
Transcribimos el artículo publicado en La Nación el 4 de marzo de 1865.

Carnaval
¿En qué agujero de la tierra me esconderé para no sentir esta algazara, esta desacorde armonía de tambores, pitos, pande­ros, carcajadas y cencerros? ¿En qué rincón de la tierra me refugiaré para no presenciar este desorden, para no ver la em­briaguez, la prostitución, la grosería en toda la desnudez carna­valesca? ¿Qué espíritu infernal anima estas bacanales frenéticas, estos coros destemplados que entonan voces aguardentosas?
¿Quién ha reunido en una ambulante zahúrda, en una legión de desenfrenados, al honrado artesano, al feliz hortera, a la interesante traviata, al pollo inocente y aun al sesentón timorato cuerdo?

Esto me decía yo en un acceso de rabia, seguro de que no habría población, por oscura e ignorada que fuera, que no consagrase estos tres días a un jolgorio que raya en locura. Con más o menos decencia, con más o menos gusto, todos los pue­blos de Europa se dedican a hacer cabriolas, a tañer destemplados instrumentos y a llenar el estómago de ron y marrasquino. Sería preciso trasladarse a un país inculto para huir de este exceso de civilización con que se solazan acá en Europa.

Es preciso resignarse, por lo tanto, a presenciar las grotes­cas contorsiones, las arlequinadas que hace la Humanidad, ata­cada en estos tres días de una especie de mal de San Vito.
Es necesario contemplar el rudo cambio que se verifica en todos los órdenes sociales, ver la belleza disfrazada de fealdad y la dignidad del ser más perfecto de la creación ignominiosamente oculta tras una cabeza de cerdo o de cotorra, ver el tipo circa­siano que Dios moldeó pintorreado con los más horrorosos colores. El hombre se arma con el gancho del trapero y revuelve los montones de inmundicia para sacar el harapo más asqueroso y vestirse con él donosamente, con el fin de excitar la hilaridad del público. Se establece una competencia, cuya meta es el mayor ridículo posible, y se saca partido de todos los donaires de la raza cuadrúmana.

El alma se llenará de rubor y se ocultará avergonzada en el último pliegue de la masa cerebral (o de donde esté), incapaz en estos momentos de contener la eterna tendencia del cuerpo a mostrar su confección de barro y a manifestarse en todo el esplendor de la bestialidad.
No hay arte posible que rija semejantes chocarrerías. El ideal en el colmo de lo feo, de lo grotesco y de lo ridículo.

La gente alegre de hace diez años tenía más gusto para celebrar el Carnaval. Sacaban de los desvencijados cofres las vetustas ropillas acuchilladas de sus abuelos, las blancas pelucas, las chorreras, las casacas galonadas, el tricornio y la golilla y se vestían con tan graciosos atavíos, organizando comparsas vistosas. En el día todo esto ha desaparecido; no se ve nada que despierte el recuerdo histórico o el instinto de lo bello.
En el Prado no se ve ni el juglar, ni el caballero andante, ni el tonto cortesano del Buen Retiro, vestido de terciopelo negro y ensartado en la cruz de Santiago; ni el abate, ni el in­quisidor, ni el guardia de Corps, ni el majo, ni la manola coqueta y desenvuelta; hasta el estudiante de Salamanca, con sus raídas hopalandas y su grasiento sombrero, ha ido a rascar su violín al otro mundo.

Si Velázquez y Goya no hubieran existido, los hermosos tipos que caracterizan nuestra nacionalidad no serían conocidos en estos tiempos en que rige la calamitosa dictadura del frac.

En cambio, la culta y prosaica Francia nos ha regalado ves­tidos más fashionables y de mejor tono.
Ahí tenemos la estúpida cara de yeso del Pierrot, su holgado pantalón y su blusa abrochada con botones como que­sos; y al arlequín de mil colores cubierto de cascabeles.

Para concluir con nuestros trajes tradicionales se añade la exageración de las modas existentes; descomunales sombreros, casacas de faldones interminables; papalinas inverosímiles, hebi­llas disformes, rosarios de cuernos, cebollas, naranjas, ramille­tes de rábanos mezclados con rosas, turbantes de seda recogidos con cuerdas de esparto, lo más deforme, lo más nauseabundo, lo más antiestético, en fin, lo que más dignamente puede ador­nar la embriaguez, la disolución y la grosería.


Aquí hablamos del Carnaval que dura tres días y concluye el miércoles de Ceniza; hay otro Carnaval que dura trescientos sesenta y dos y principia donde concluye el primero. En éste las bromas son más pesadas, se engaña más fácilmente y es ge­neral hasta el punto de haber muy pocas personas que no es­condan la fisonomía del alma bajo la careta de la cara.

Aquí la vanidad se disfraza de modestia; la desvergüenza, de desenfado; el robo, de agiotaje; el pedantismo, de filosofía; la fanfarronería, de valor; el egoísmo, de desinterés; lo grosero, de ideal; la materia, de espíritu. Hay un prurito de evocar todas las formas de la virtud pasada para cubrir el vicio presente de usar las palabras amor, honradez, abnegación, para expresar ideas de lascivia, de engaño y de odio. Parece como que Sancho Panza, hombre de estómago, material si los hay, recuerda los espirituales discursos de su amo, hombre de imaginación y de fe, para pedir de comer o satisfacer las exigencias de su vientre, que quiere potaje y no sentimientos.

El disfraz se encuentra siempre y se encubren ciertas deformidades bajo la careta de una pasión sencilla e inocente. Cuando esto no puede conseguirse se echa mano del disimulo, el arma más poderosa de un siglo que ha confeccionado un vocabulario de oropel para dorar ciertas píldoras, que ha substituido el nombre inapelable de taberna, por el equívoco de tienda de vinos, que ha escrito la palabra tertulia sobre las casas de juego; que para nombrar la prostitución en cierta clase ha inventado la palabra debilidad, y para calificar la apostasía ha dicho ligereza, que resume una vida de adulación, de agiotaje, de inconsecuen­cia en esta famosa frase: hacer carrera.

Bailes de máscaras
En el Carnaval que dura tres días hay un poco más de verdad, porque siquiera hay franqueza en la mentira, se predispone a todo el mundo a ser víctima de un engaño y no se coge des­prevenido a nadie. Al ver la careta de cartón, se espera una broma, que a veces suele ser una verdad como un templo, aun­que no se reciba como tal, sino como una feliz ocurrencia de fulanito, menganito o quienquiera que sea el que se adivina tras el antifaz. Hay verdad también, porque aquel que se disfraza de asno está por primera vez dentro de su papel; porque aquel que se disfraza de payaso dejó de ser máscara al soltar la levita y cubrirse de cascabeles; porque aquel que se viste de hembra completa la pequeñez y afeminada sensibilidad de su carácter con el miriñaque y la capota.

Pero si hay en esto una irrisoria verdad, una broma seria; si ciertas almas se asoman no a las ventanas de los ojos, sino a los agujeros de una careta en figura de mono, ¿qué vale esta verdad de tres días en cambio de todo un año de farsa? También en los bailes ha desaparecido el principal atractivo. A las có­micas aventuras de Villahermosa sucede el honesto trapicheo de Capellanes, salón frecuentado por todas las problemáticas vir­tudes de la Corte. Con el casi absoluto retraimiento de las mujeres de pudor, las infelices damas del demi-monde se entre­gan más libremente a una danza non sancta, con todo el aban­dono de un voluptuoso mareo; y entre palabras que harían ruborizar al albayalde de sus mejillas y sendos cangilones de champaña pasan la noche, retirándose al amanecer con el des­aliento en el alma y el hastío en el cuerpo, manifestando en todo su esplendor nauseabundo el efecto que a la luz del gas convierte a la harpía en hurí y a la demacrada Celestina en Sílfide.

En el Teatro Real, los bailes han sido animadísimos, gracias a la esplendidez desplegada en el salón y en el ambigú. A la sociedad que frecuenta estas reuniones se añadían ciertas ele­gantes mascaritas que, por el aire del cuerpo, por los rizos que asomaban imprudentemente por encima del antifaz, por la suavidad de las manos y la conversación delicada e ingeniosa, manifestaban ser de condición más alta y tal vez de elevada alcurnia. Seguramente más de una lionne se deslizó entre la multitud para dar broma a un noble viejo verde, a un diplo­mático o a un alto funcionario injerto en ministro.

El salón que se edificó para la Exposición de Bellas Artes se vio despojado de sus hermosos lienzos para dar cabida a las hordas de danzantes. Al cuadro pintado sucedió el cuadro vivo, y aquella frágil y espiritual morada se vio convertida de nuevo en exposición, quizá más bella que la primera.

Las parejas enfebrecidas, ebrias de champaña, enajenadas por el entusiasmo coreográfico, sofocadas por el calor de los alien­tos y el estimulante de las palabras, se precipitaron al fin de la noche del martes, describiendo una confusa voltereta, y cayeron en tropel a las puertas de la Cuaresma, en cuyo frontispicio ha escrito la religión, con ceniza, este horroroso lema:

Memento homo quia pulvis eris...





Bibliografía
[1] Janer, Florencio. (1865) Recuerdos del Carnaval. Escenas Contemporáneas. Nueva época, 1865 - Año X, Tomo I, pp. 63-67

[2] Grilo, A. F. (1865) Revista de Madrid. El Correo de la Moda. Año XV, Núm. 585, pp. 1

Andrades Ruiz, María Ascensión (2003) Los artículos costumbristas de Benito Pérez Galdós en “La Nación” y la influencia de los mismos en sus Novelas de la Primera Época : (Retrato de la sociedad madrileña del siglo XIX) Tesis doctoral. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003. ISBN: 84-688-2167-5

Sainz de Robles, Federico C. Benito Pérez Galdós. Recuerdos y Memorias (1975) Madrid. Ediciones Giner. Editorial TEBAS. 

Ortiz-Armengol, Pedro. Vida de Galdós (2000) Barcelo. Editorial Crítica. Edición de bolsillo.

Pla, Carlos; Benito, Pilar; Casado, Mercedes; Poyán, Juan Carlos. El Madrid de Galdós (1987) Madrid. Editorial Avapiés.

Shoemaker, William H. Los artículos de Galdós en "La Nación": 1865-1866, 1868 (1972) Madrid. Editorial Insula.

En todos los casos cítese la fuente: Valero García, E. (2015) "Pérez Galdós y el Carnaval de 1865", en http://historia-urbana-madrid.blogspot.com.es/ ISSN 2444-1325

· Citas de noticias de periódicos y otras obras, en la publicación
· En todas las citas se ha conservado la ortografía original

© 2015 Eduardo Valero García - HUM 015-003 MADGALDOS
ISSN 2444-1325

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