jueves, 29 de octubre de 2015

Madrid y Galdós. Discurso y la novela en el tranvía. Madrid, 1900


Es el año de 1900. El pueblo madrileño vive a caballo entre el añejo Siglo XIX y el novísimo Siglo XX. El censo contabiliza catorce mil edificios construidos; Madrid se expandía.

“Madrid. Puerta del Sol”
Hauser y Menet (1900)
© ARCAM
ES 28079 ARCM 0027R
© 2015 Eduardo Valero García - HUM 015-013 MADGALDOS
© historia urbana de madrid ISSN 2444-1325

Tres alcaldes gobernarán Madrid. Primero D. Ventura García Sancho, marqués de Aguilar de Campoo, quien había tomado posesión del cargo el 8 de marzo de 1899. Le sustituirá D. Manuel Allende Salazar el 16 de abril de 1900; su mandato será breve. El 10 de junio Allende Salazar es nombrado ministro de Hacienda; es sustituido en su cargo de alcalde por D. Mariano Fernández de Henestrosa y Mioño, duque de Santo Mauro.

La siguiente fotografía rememora los "flaneos" de un joven Benito Pérez Galdós por la calle de Toledo. En sus tardías memorias había escrito:
"Toda la calle es roja, no precisamente por el matadero ni por la sangre revolucionaria, sino por la pintura exterior de las ochenta y ocho tabernas (las he contado) que existen desde la plaza de la Cebada hasta la Puerta de Toledo."

“Madrid. Calle Toledo”
Trinks & Co. / Liesegang (hacia 1900)
© ARCAM
ES 28079 ARCM 0689R
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Para finalizar recordamos que, aquel año de 1900, por acuerdo municipal de 1 de junio, se daba a la tristemente recordada calle de Tudesco el nombre de Marqués de Cubas, y en Atocha se inauguraba la estatua de Claudio Moyano.

"Glorieta Emperador Carlos V"
Archivo Fuenterrebollo
No indica año ni autor.
© 2015 Eduardo Valero García-HUM 015-013 ESTAMPAS MAD
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Galdós y las "Bodas Reales"
En noviembre, D. Benito Pérez Galdós ha terminado la tercera serie de los Episodios Nacionales con la publicación de “Bodas reales

LA ÉPOCA, jueves 8 de noviembre de 1900 (AÑO LII –Núm. 18.109)

La colonia canaria de Madrid quiere celebrar el acontecimiento ofreciéndole un banquete al que se adhieren el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife y la presidencia de la Diputación provincial. La corporación comisiona al marqués de Casa-Laiglesia para representar al pueblo canario y tributar honores al escritor.


Discurso
El banquete fue celebrado el domingo 9 de diciembre de 1900 en un lugar que no podemos precisar, pues las crónicas no lo indican.

Galdós, agradecido por el sincero homenaje, tuvo a bien leer unas palabras a mitad del ágape. Fue un discurso político -patriótico si cabe-, en el que don Benito, orador mientras se lo permitió la vista, y hombre elocuente que sabía conquistar, tanto en estas poco conocidas disertaciones como en su extensa obra y epístolas, se ganó el estruendoso aplauso de los allí presentes.

A continuación transcribimos un fragmento del discurso:
«Pues bien; aquí, en la intimidad del patriotismo regional, familiar, casi doméstico, me permito asegurar, en nombre de todos los que me escuchan, que en nosotros vive y vivirá siempre el alma española, y hoy más que nunca es necesario que así se diga, como remedio confortante del pesimismo y de las tristezas enfermizas de la España de hoy. Ensanchemos acá y allá nuestros corazones, tengamos fe en nuestros destinos, y digamos y declaremos que no se nos arrancará por la fuerza, como rama frágil y quebradiza, del tronco robusto a que pertenecemos. No creamos ni aun en la posibilidad de que pueda haber una mano extranjera con poder bastante para cortarnos o desgajarnos y hacer de nuestro Archipiélago una lanza que no sea española.

Imprudente y peligroso es hablar tanto de embestidas de extranjeros codiciosos. España sufre pesadillas, en las cuales sueña que la despojan, que la mutilan y amputan horrorosamente. Esto es absurdo, pueril, y revela un decaimiento del ánimo y una pobreza de vitalidad que, sin correctivo enérgico, nos llevarían a la muerte.

Contra este pesimismo, que viene a ser, si en ello nos fijamos, una forma de la pereza, debemos protestar confirmando nuestra fe en el derecho y en la justicia, negando que sea la violencia la única ley de los tiempos presentes y próximos, y declarando accidentales y pasajeros los ejemplos que el mundo nos ofrece del imperio de la fuerza bruta.

De este modo contribuiremos a formar lo que hace tanta falta, la fe nacional. Cada cual en su esfera, grande o chica, debe ayudar a formarla y robustecerla, pues sin esa gran virtud no hay salvación posible para las naciones. Seamos, pues, los primeros y más fervorosos creyentes, y declaremos que el Archipiélago canario, centinela avanzado en medio del Océano, conoce bien las responsabilidades de su puesto, y en él permanece y permanecerá siempre firme, vigilante, sin jactancia ni miedo, confiando en sí mismo y en su derecho, sintiendo en su alma todo el fuego del alma española, que siempre fue el alma de las grandes virtudes, de aquellas que superan al heroísmo, o son su forma más espiritual la paciencia y el cumplimiento estricto del deber.»

Sin duda un discurso que bien puede aplicarse a la sociedad actual y su problemática.


Producción literaria
Aquel primer año del Siglo XX el escritor había cumplido 57 años -el 10 de mayo-, y acumulaba una importantísima producción literaria. Entre marzo y abril había escrito “Montes de Oca”; “Los Ayacuchos” entre mayo y junio; “Bodas Reales” la había escrito entre septiembre y octubre… hace ya 115 años.
Además, de veraneo en su finca San Quintín (Santander) escribió el primer borrador de su drama “Electra”, que se estrenaría el 30 de enero de 1901 en el Teatro Español.

Sobre su producción literaria hacía un repaso el escritor y periodista cordobés Marcos Rafael Blanco Belmonte. Bajo el título “Al terminar el siglo – Trabajos de Maestros” [1], Blanco Belmonte comentaba:
Publicó cuarenta tomos de novela, y se agotaron y siguen agotándose las ediciones. Dio á la escena ocho obras, y al público y la crítica reconocieron las altas dotes del dramaturgo. Arrancó páginas de la Historia patria, y embelleciéndolas con los primores de su ingenio, asombró á todos con los treinta volúmenes de sus Episodios Nacionales. Hizo vivir á cientos de personajes, que vivirán siempre: Gabriel Araceli, Celipín, Nomdedeu, Caballuco, Pepet, la niña de Miau, Santiago Ibero y Fernando Calpena, y cien y cien más, son inmortales por virtud de la potencia creadora de D. Benito Pérez Galdós.
Después de la obra realizada por Galdós, insuperable é insuperada, cualquiera podrá creer que D. Benito descansa.

Decía Blanco Belmonte que había oído comentar a Galdós su plan de trabajo para el segundo año del siglo. Ilustra así aquel momento:
Mordía un tabaco habano y modestamente (con no afectada modestia) refería, entre chupada y chupada al cigarro, su plan de trabajo…”.

Y a continuación enumera el plan de trabajo:
Ha entregado á la empresa del Español una comedia titulada Electra; está terminando, en colaboración con Selles, el arreglo para la escena de El voluntario realista. Comienza un prólogo para la nueva edición de La Regenta, de Clarín. Proyecta escribir varias novelas regionales, empezando la serie por una de costumbres andaluzas, y madura el programa de la cuarta serie de Episodios, en la que resurgirán los caudillos, oradores y estadistas que han hecho la historia contemporánea.

Y si esto resultaba poco, la revista El Progreso Agrícola, que tenía Administración y Redacción en la calle Hileras, 8 – Principal, anunciaba el 31 de diciembre que cambiaba formato a partir del número siguiente. En su contenido figurarían artículos “firmados por el eminente literato D. Benito Pérez Galdós”.

"Don Benito Pérez Galdós"
Fotografía: autor desconocido
(Entre 1890 y 1900)
© FEDAC-Cabildo de Gran Canaria
Identificador: 12259
© 2015 Eduardo Valero García - HUM 015-013 MADGALDOS
© 2015 Historia Urbana de Madrid ISSN 2444-1325


Con esta imagen de un Galdós reposado y ausente, quizá con la mente puesta en sus próximos escritos, pasamos del discurso y su extensa obra literaria -producida tan solo en un año-, al arte lingüístico y la compleja narrativa virtual que apunta a varias realidades, sin dejar de ser una.


La novela en el tranvía
El día anterior al banquete, sábado 8 de diciembre, la revista Madrid Cómico publicaba una versión de esta fantástica novela. Se trata de un resumen, o quizá una transformación, que firmaba el propio Galdós.

"La novela en el tranvía” fue publicada por primera vez en dos entregas en la revista La Ilustración de Madrid, durante los meses de noviembre y diciembre de 1871. Galdós había escrito en octubre los siete capítulos que conforman la novela.

Estas son las portadas de los números 46 (30 de noviembre) y 47 (15 de diciembre) de la citada revista.





LA NOVELA EN EL TRANVÍA
Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mi tenía, barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo dieciséis ojos diversos en color y expresión, crecían ó menguaban, variando de forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado.

Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle, las casas y los transeúntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviera con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norte americanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido.
A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero.

Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, y algunos miraban á dentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud de bivalbos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletadas de una hélice, tornillaban la masa líquida con su infinito voltear.

Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos envolvían á veces; una lluvia violenta y repentina tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro, inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro: más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como harina de rubíes. El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipógrifo y más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca, Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos.

Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren ó en el camarote de un vapor. Me dormí...

¡Oh infortunada Condesa! la vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que escribo; la vi sentada junto á un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante ama.

Entonces pude examinar á mis anchas á la mujer que yo consideraba como la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo convertiría pronto en arrugas.

De repente se abre la puerta dando paso á un hombre. La condesa dio un grito de sorpresa y se levantó muy agitada.
—¿Qué es esto?—dijo—Rafael. Usted… ¿Qué atrevimiento? ¿Cómo ha entrado usted aquí?
— Señora, —contestó el que había entrado, joven de muy buen porte.—¿No me esperaba usted?—He recibido una carta suya...
— ¡Una carta mía!- exclamó más agitada la condesa. —Yo no he escrito carta ninguna. ¿Y para qué había de escribirla?
— Señora, vea usted,—repuso el joven sacando la carta y mostrándosela;— es su letra, su misma letra.
— ¡Dios mío! ¡Qué infernal maquinación!—dijo la dama con desesperación. —Yo no he escrito esa carta. Es un lazo que me tienden...
—Señora, cálmese usted... yo siento mucho...
—Sí; lo comprendo todo... Ese hombre infame... Ya sospecho cuál habrá sido su idea. Salga usted al instante... Pero ya es tarde; ya siento la voz de mi marido.
En efecto; una voz atronadora se sintió en la habitación inmediata, y al poco rato entró el conde, que fingió sorpresa de ver al galán, y después, riendo con cierta afectación, le dijo:
— ¡Oh! Rafael, usted por aquí... ¡Cuánto tiempo!,. Venia usted a acompañar a Antonia... Con eso nos acompañará a tomar el té.

La condesa y su esposo cambiaron una mirada siniestra. El joven, en su perplejidad, apenas acertó a devolver al conde su saludo. Vi que entraron y salieron criados; vi que trajeron un servicio de té y desaparecieron después, dejando solos a los tres personajes. Iba a pasar algo terrible.
Sentáronse: la condesa parecía difunta, el conde afectaba una hilaridad aturdida, semejante a la embriaguez, y el joven callaba, contestándole sólo con monosílabos. Sirvió el té, y el conde alargó a Rafael una de las tazas, no una cualquiera, sino una determinada.

La condesa miró aquella taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en ella todo su espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con muchas variedades de las sabrosas pastas Huntley and Palmer, y otras menudencias propias de tal clase de cena. Después el conde volvió a reír con la desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo:
— ¡Cómo nos aburrimos! Usted, Rafael, no dice una palabra.
Antonia, toca algo. Hace tanto tiempo que no te oímos. Mira... aquella pieza de Gorstchack que se titula Morte... La tocabas admirablemente. Vamos, ponte al piano.

La condesa quiso hablar; érala imposible articular palabra. El conde la miró de tal modo, que la infeliz cedió ante la terrible expresión de sus ojos, como la paloma fascinada por el boa constristor. Se levantó dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió decirle algo que la aterró más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio.

Sonó el piano, heridas a la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las graves á las agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los centenares de sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio, era la música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar; pero luego serenóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el Dies iræ: surgió de tal desorden.

Yo creía escuchar el son triste de un coro de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse después ayes lastimeros, como nos figuramos han de ser los que exhalan las ánimas, condenadas en el Purgatorio á pedir incesantemente un perdón que ha de llegar muy tarde.
Yo continuaba extasiado oyendo la música imponente y majestuosa; no podía ver el semblante de la condesa, sentada de espaldas á mí; pero me la figuraba en tal estado de aturdimiento y pavor, que llegué á pensar que el piano se tocaba solo.

El joven estaba detrás de ella, el conde á su derecha, apoyado en el piano. De vez en cuando levantaba ella la vista para mirarle; pero debía encontrar expresión muy horrenda en los ojos de su consorte, porque tornaba a bajar los suyos y seguía tocando.
De repente el piano cesó de sonar y la condesa dio un grito. En aquel instante sentí un fortísimo golpe en un hombro, me sacudí violentamente y desperté."

BENITO PÉREZ GALDÓS



La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes dispone de la transcripción realizada a partir de la novela publicada en La Ilustración de Madrid. Puedes acceder a su lectura desde este enlace: cervantesvisual.com


Finalizamos el artículo con la caricatura de Galdós que Santana Bonilla dibuja para la portada de Madrid Cómico del 17 de noviembre de 1900.

"No hay quien luche con Galdós.
En Europa, sólo hay dos
(Tolstoi y Zola) rivales
dignos del autor de Los
Episodios Nacionales."



Bibliografía y Cibergrafía

[1] Martínez Villergas, Juan, El Día de S. Isidro, Madrid, 1843. La Risa, Enciclopedia de extravagancias, Tomo I, Núm. 7, pp. 53-54.

Biblioteca Nacional de España (Hemeroteca y Biblioteca digital hispánica)
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